Nota de opinión por el Dr. Alberto Varela, presidente de INSPIRA
Publicado el 3 de noviembre de 2022
En mi clase de aspirantes a médicos éramos solo 45 estudiantes. El grupo lo formaban 11 mujeres y 34 varones. Veníamos de todos los estratos sociales: ricos, pobres y de clase media. Algunos comenzaban sus carreras en medio de muchas privaciones. Otros éramos privilegiados pues solo conocíamos la devastación que produce la desigualdad por experiencia ajena.
La mayoría del grupo era puertorriqueño. Además, figuraban tres americanos, uno “nuyorican”, tres cubanos y un liberiano. Quizás el elemento común de todos era que nos sentíamos afortunados de haber logrado admisión a la Escuela de Medicina de la Universidad de Puerto Rico y se constituyó la clase de 1967.
Tuvimos una gran suerte porque todos nos convertimos en amigos. La hermandad se encendió para siempre y todavía nos arropa en un abrazo.
Sería ideal decir que todos veníamos con una profunda vocación para servir a la humanidad, pero eso no era la realidad. El verdadero humanismo creció en nosotros a través del tiempo mientras combatímos el dolor de la enfermedad. Lo que si traíamos era un intenso deseo de triunfar.
Ya desde el primer día, mirábamos bajo el microscopio, disectámos cadáveres, hacíamos los laboratorios, rotábamos por las varias especialidades, y dormíamos lo que podíamos. Hubo enamoramientos y tuvimos tres matrimonios entre compañeros.
El ambiente era cariñoso y acogedor. Todo estaba preparado para nosotros. Seres anónimos se habían encargado de que fuera así. Los maestros enfocados en educarnos e incontables otros allanándonos el camino.
No convertimos en especialistas de todo tipo: internistas, pediatras, ginecólogos, cirujanos, investigadores, profesores y como yo, cuatro psiquiatras. Algunos nos fuimos. Otros se quedaron en Puerto Rico. Algunos regresamos. Más o menos la mitad se quedó por allá, incluyendo a Walter, quien se convirtió en héroe nacional de su país, Liberia, salvando vidas bajo interminables guerras civiles.
Siempre supimos que el dinero no era el fin. Se puede decir que todos han servido con excelencia a nuestro país y a todos los pacientes en todos los sitios que han estado. Éramos 45 y al día de hoy hemos perdido 10, cada uno especial, querido y recordado.
La hoguera de la amistad continuó ardiendo a través de los años. Y hasta hoy llevamos cuenta de lo que le ocurre a cada uno y nos ponemos bajo el cuidado mutuo de unos y otros.
En aquellos años, Puerto Rico era diferente. Eran años buenos y la gente era buena. Compartíamos pan y penurias en partes iguales. Nos alimentábamos de la certeza de que el progreso continuaría sin que nadie lo pudiese detener. Había fe, esperanza y, sobre todo, buena voluntad.
Aunque casi todo eso se vino abajo, nos queda un dulce recuerdo de un país feliz repleto de gente que se ayudaban unos a otros, y unos 45 compañeros que siempre vivieron para servir.
El pasado sábado nos volvimos a reunir. Éramos veinte y tantos. La alegría resurgió y aunque ya madura por los años, nos conectó con el pasado.
Todavía persiste la ilusión de que no lo hemos perdido todo; que, con la amistad y colaboración de antaño, podemos recuperar lo que una vez tuvimos y perdimos.
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